Un parteaguas es una línea divisoria de aguas, un límite entre dos zonas en las que las aguas caen en direcciones opuestas. La palabra puede emplearse también para describir un fenómeno histórico y político: un hito, un momento trascendental, el instante en el que las actividades y circunstancias humanas atraviesan la línea divisoria que separa una época de la siguiente. Mientras ocurre, son muy pocos los contemporáneos que se dan cuenta de que han entrado en una nueva era, a no ser, claro está, que el mundo esté saliendo de una guerra cataclísmica, como las de Napoleón o la II Guerra Mundial. Pero esas transformaciones históricas tan bruscas no son el objeto de este artículo. Lo que nos interesa aquí es la lenta acumulación de fuerzas transformadoras, en su mayor parte invisibles, casi siempre impredecibles, que, tarde o temprano, acaban convirtiendo una época en otra distinta. Nadie que viviera en 1480 podía reconocer el mundo de 1530, 50 años después; un mundo de naciones-estado, la ruptura de la cristiandad, la expansión europea hacia Asia y las Américas, la revolución de Gutenberg en las comunicaciones. Tal vez fue la mayor línea divisoria histórica de todos los tiempos, al menos en Occidente.
Existen otros ejemplos, por supuesto. Cualquiera que viviera en Inglaterra en 1750, antes de que se generalizase el uso de la máquina de vapor, se habría quedado estupefacto al ver sus usos 50 años después: ¡había llegado la Revolución Industrial! En ocasiones, las transformaciones entre una era y otra son incluso más rápidas, como ocurrió con el épico periodo entre 1919 y 1939. A principios de los años treinta, la democracia estaba desgastada, y la economía mundial, en descomposición, pero ¿quién podía imaginar que eso iba a desembocar en guerra y holocaustos?
¿Y qué ocurre hoy? Muchos periodistas y expertos en tecnología destacan con entusiasmo la actual revolución en las telecomunicaciones -teléfonos móviles, iPad y otros artilugios- y sus consecuencias para los Estados y los pueblos, para las autoridades tradicionales y los nuevos movimientos de liberación. De ello hay pruebas evidentes, por ejemplo, en todo Oriente Próximo e incluso en el movimiento Occupy Wall Street, aunque habría que preguntarse si alguno de los profetas de las altas tecnologías que proclaman la nueva era en la política internacional se ha molestado jamás en estudiar las repercusiones de la imprenta de Gutenberg o las charlas radiofónicas de Roosevelt que oían decenas de millones de estadounidenses en los inquietantes años treinta y primeros cuarenta del siglo pasado.
Cada era está fascinada por sus propias revoluciones tecnológicas, de modo que voy a centrarme en algo bastante distinto: los indicadores de cambio que señalan que estamos acercándonos -o tal vez incluso las hayamos cruzado- a ciertas líneas divisorias históricas en el duro mundo de la economía y la política.
El primer indicador es la erosión constante del dólar estadounidense como divisa única o dominante de reserva en el mundo. Quedaron atrás los tiempos en los que el 85% o más de las reservas de divisas internacionales consistían en billetes verdes; las estadísticas fluctúan enormemente, pero la cifra actual se aproxima más al 60%. Pese a los problemas económicos de Europa e incluso China, ya no resulta fantasioso imaginar un mundo en el que haya tres grandes divisas de reserva -el dólar, el euro y el yuan-, con algunas alternativas menores como la libra esterlina, el franco suizo y el yen japonés. La idea de que la gente va a seguir acudiendo al dólar como "refugio" no se sostiene al ver que el país está cada vez más endeudado con acreedores extranjeros. Ahora bien, un mundo con varias divisas de reserva, ¿ofrecerá más o menos estabilidad financiera?
La segunda transformación es la erosión y la parálisis del proyecto europeo, es decir, el sueño de Jean Monnet y Robert Schuman de que las heterogéneas naciones-Estado de Europa se unieran en un firme proceso de integración comercial y fiscal, primero, y luego mediante una serie de compromisos serios e irreversibles de trabajar para un continente políticamente unido. Las instituciones encargadas de hacer realidad ese sueño -el Parlamento Europeo, la Comisión, el Tribunal de Justicia- ya existen, pero la voluntad política de darles auténtica vida se ha desvanecido, tristemente debilitada por el mero hecho de que unas políticas fiscales nacionales muy diferentes son incompatibles con la divisa europea común. Para decirlo claro, Alemania y Grecia, con sus respectivos historiales presupuestarios, no pueden ir juntas hacia unos Estados Unidos de Europa; pero nadie parece tener la respuesta a esta dicotomía, salvo para empapelar las grietas con más eurobonos y préstamos del FMI.
En otras palabras, los europeos no tienen ni el tiempo, ni la energía, ni los recursos para dedicarse a nada que no sean sus propios problemas. Eso significa que existen muy pocos observadores en el continente que hayan estudiado la que podría ser la tercera gran transformación de nuestros días: la enorme carrera de armamentos que está desarrollándose en la mayor parte del este y el sur de Asia. Mientras los Ejércitos europeos están convirtiéndose en una especie de gendarmerías locales, los Gobiernos asiáticos están construyendo armadas para navegar en aguas profundas y nuevas bases militares, adquiriendo aviones cada vez más avanzados y probando misiles de alcance cada vez mayor. Los escasos debates que hay se centran en el refuerzo militar de China, pero mucho menos en el hecho de que Japón, Corea del Sur, Indonesia, India e incluso Australia están imitando su ejemplo. Si la desaceleración del crecimiento económico, los daños al medio ambiente y el desgaste del tejido social en China empujan a sus futuros dirigentes a hacer demostraciones de fuerza en el extranjero -por ahora, la verdad, sus líderes son muy cautelosos-, sus vecinos están preparándose para responder con firmeza. ¿Alguien en Bruselas sabe -o le importa- que 500 años de historia, que representan el mundo de 1500, están a punto de terminarse? Asia se dispone a dar un paso al frente en el escenario, mientras que Europa se convierte en un coro distante. ¿No será este fenómeno, para los historiadores futuros, otra línea divisoria de inmensa importancia en los asuntos internacionales?
El cuarto cambio es, por desgracia, la lenta, firme y creciente decrepitud de Naciones Unidas, en especial de su órgano más importante, el Consejo de Seguridad. La Carta de la ONU se redactó con sumo cuidado para ayudar a que la familia de las naciones disfrutara de paz y prosperidad después de los terribles males del periodo 1937-1945. Pero la Carta era un riesgo calculado: al reconocer que las grandes potencias de 1945 tenían derecho a que se les concediera un papel desproporcionado (como el veto y el sitio permanente en el Consejo), los redactores, sin embargo, confiaban en que los cinco Gobiernos supieran trabajar juntos para hacer realidad los altos ideales de la institución mundial. La guerra fría echó por tierra esas esperanzas, y la caída de la URSS las revivió, pero ahora están volviendo a desaparecer por el cínico abuso del poder de veto. Cuando China y Rusia vetan cualquier medida para impedir que el repugnante régimen sirio de El Assad siga matando a sus propios ciudadanos, y cuando Estados Unidos veta cualquier resolución para detener el avance de Israel en tierras palestinas, la organización mundial pierde su razón de ser. Y da la impresión de que a Moscú, Pekín y Washington les parece bien.
Hemos visto la disminución del peso del dólar, la desintegración de los sueños europeos, la carrera armamentística en Asia y la parálisis del Consejo de Seguridad de la ONU cada vez que se amenaza con un veto; ¿acaso no indican todas estas cosas que estamos entrando en terreno desconocido, en un mundo agitado, y que, en comparación con él, la visible alegría de los clientes que salen de una tienda Apple con un dispositivo nuevo resulta, no sé, tonta y sin importancia? Es como si estuviéramos de nuevo en 1500, saliendo de la Edad Media hacia el mundo moderno, cuando las multitudes se maravillaban ante cualquier arco nuevo, más grande y más poderoso. ¿No deberíamos tomarnos nuestro mundo un poco más en serio?
Paul Kennedy ocupa la cátedra Dilworth de Historia y es director de Estudios sobre Seguridad Internacional en la Universidad de Yale. © 2011, Tribune Media Services, INC Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Fuente: El País
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